Capítulo 1

-¿Cómo? ¿Tan sólo te dejan estar en la fiesta hasta las 3?
- Has oído bien, hasta las 3.
- Tus padres son muy crueles, Ester. Van a hacer que pierdas la oportunidad de tu vida.
- Lo sé... y no dejo de darle vueltas. Bueno, algo es algo. Ahora me voy a casa.
Dí un abrazo a Vero y me fui. Metí mis manos en los cálidos bolsillos de mis vaqueros y caminé lentamente mirando a un lado y a otro observando las casas. Pronto sería la fiesta en la piscina que llevábamos todo el verano planificando; todas mis amigas iban a ir, todos mis amigos iban a ir, él iba a ir. Por fin tendría la oportunidad de descubrir al príncipe de mis sueños: un príncipe que, en lugar de llevar una gruesa armadura y un duro escudo, se protegía por la pantalla de su ordenador y las condiciones de privacidad del chat de internet. Ni siquiera sabía su nombre, pero al menos tenía la seguridad de que fuera un buen amigo de mis compañeros de instituto. Le había imaginado millones de veces, aunque no me gustaba pensar: estaba científicamente comprobado que si imaginaba algo no se haría realidad.
Llegué a casa y, a pesar de la pereza que esto me suponía, saqué una de mis manos del bolsillo para llamar al timbre. Me abrió mi madre, y me saludó con su ya típico "hola, cielo" antes de que le respondiera con una leve mueca. No quería cenar. Sí, tenía muchísima hambre, pero no quería encontrarme con aquella pareja de individuos vulgarmente conocidos como padres que pretendían arruinarme el conocer a mi príncipe.
Sin decir ni una palabra, subí las escaleras aún con las manos resguardadas en los bolsillos hasta llegar al cuarto de baño. Allí liberé mi moreno pelo de la prieta coleta que lo retenía y lo cepillé un poco. Después me quité la ropa y me puse mi camisón verde, precioso, que me hacía disfrutar aún más del sueño. Me dispuse a acostarme sin decirles nada a mis padres, para que se percataran de que yo no estaba dispuesta a arruinar la seguramente mejor noche de mi vida, y estuve apunto de conseguirlo. Vale, sí, soy débil. Me acerqué a la barandilla de las escaleras y grité "buenas noches", y en seguida fui respondida con el también tipiquísimo "que descanses, cielo".

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